El Borrico

La cultura del cante flamenco sin artificios

No es labor asequible resumir una vida tan intensa como la de aquellos viejos cantaores que, con el paso del tiempo, se convirtieron en prototipos legendarios de una pasión llamada flamenco. Los artículos que se escriben al respecto tratan siempre de ofrecer un compendio detallado de sus biografías, pero siempre hay mutilaciones textuales involuntarias por motivos de espacio. Es decir, siempre será mucho más lo que esté por descubrirse que lo que se haya desvelado. Ellos, con sus voces y sus sentimientos, han configurado la cultura popular más sabia y rica en fundamentos emocionales de Andalucía, esa que relata las pocas satisfacciones de sus vidas y las muchas penas que pasaron, con privaciones materiales, escasez de casi todo… menos de arte.

Uno de esos raros prodigios que de vez en cuando se asientan en la tierra con la misteriosa fuerza de un rayo, fue Gregorio Manuel Fernández Vargas, más conocido como Tío Borrico o Borrico de Jerez. Este año se cumple la efeméride del centenario de su nacimiento y, por razones obvias, la reseña biográfica de este hecho no podía pasar desapercibida, máxime cuando ahora, en estos tiempos donde casi todas las emociones que no renten beneficios se tiran por el sumidero del olvido, los que nos empeñamos en contradecir la tendencia al pasotismo, rescatando nombres de capital importancia para nuestro patrimonio cultural, pensamos que aún quedan personajes que deben salir, por justicia histórica, a la luz pública, para que el lector en general –cabales entendidos en la materia o simples profanos– sepa valorar como es debido a quienes pusieron sus sentidos en dar formar al cante jondo.

Hubo un tiempo, el tiempo de los hombres que aún no estaban contaminados por las hipotecas, la gasolina, la telefonía móvil o la moda, en el que la comunidad tenía conciencia colectiva, sabía que pertenecía a una tierra y que sus actos, pobres pero solidarios, determinaban la formación de la cultura de un pueblo a largo plazo. Esa germinación profunda de las semillas, que en los pagos de Andalucía en general y de Jerez de la Frontera en particular se dio con el flamenco, rebrotan ahora con fuerza hacia la superficie buscando nuevos referentes, en la época actual del embaucamiento capitalista, donde la gente ha perdido ya la noción de lo que fue, porque no desea recordarlo, con el pueril argumento de no sufrir de manera innecesaria. El hedonismo trivial se impone y el precio que hay que pagar por ello es el cruel olvido de las raíces.

Gregorio Manuel Fernández Vargas nació en 1910 en Jerez de la Frontera , pueblo de la provincia de Cádiz de extenso término municipal, cuya labor genuina ha estado vinculada al mundo del vino. La industria vinatera ha decaído bastante respecto a décadas atrás, no obstante, Jerez sigue exportando sus famosos caldos a todo el orbe planetario. El año del nacimiento del Borrico fue el de la llamada de la esperanza de los braceros del campo, los jornaleros pobres que echaban la peonada –peoná en Andalucía– de Sol a Sol, con la creación de la anarquista Confederación Nacional del Trabajo, sindicato revolucionario y de gran calado cultural que trató de combatir la injusticia de los terratenientes, la miserable existencia de los obreros y campesinos, repartiendo tierras y fábricas a los verdaderos protagonistas del proceso productivo: los trabajadores. Ese año, como digo, vino al mundo un descendiente directo del mítico cantaor Paco La Luz , genio decimonónico que inaugura una rama genealógica de gran predicamento en el flamenco. Además, Tío Borrico era hijo de El Tati y sobrino de Juanichi El Manijero, hombres todos unidos a la cultura agraria como las cepas de las viñas jerezanas lo están a la tierra albariza. Su hija, María La Burra , es fiel continuadora del legado artístico de su padre. Y en ese fermento social, el del campo, surgen las fatigosas ducas (en caló, penas), el hastío de un tiempo que no cambia y la necesidad del arte jondo, el que desde lo más recóndito y misterioso del ser humano se eleva hasta límites imposibles. Todo un desafío en el que, como dijo Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”.

La tesitura de voz de El Borrico, dentro de la clasificación que establece la flamencología, era afillá, es decir, similar a la que tenía el célebre cantaor del siglo XIX El Fillo. Este tipo de voz es bronca, grave, nada dulce, al revés. Su peculiaridad tonal le confería un rasgo muy auténtico, el propio de alguien que no ha pasado por academias de canto para limpiar sus impurezas interpretativas. Y qué más da, mejor así, de lo contrario, hoy día El Borrico no sería recordado y admirado. No requerían academias los cantaores de antaño… ¡porque ellos eran las academias! Estaban gestando, con el sudor de sus trabajos y el hambre de sus estómagos, la cultura de la sangre, como hubiese dicho Federico García Lorca. Pero hay algo más: las culturas son, aparte de formas de vida y costumbres ancestrales, proyectos de emancipación. El cante servía a aquellos hombres de las gañanías para escapar de la miseria por un rato, el tiempo justo que necesitaban para echar al viento sus asuntos interiores.

La profesionalidad le llegó tarde a Gregorio Manuel, pues era ya un hombre de edad avanzada cuando dejó los aperos del campo por la silla de enea de los escenarios. En las postrimerías de su vida (murió en 1983), la enfermedad y la pobreza le atraparon por entero y ya casi no le salían actuaciones. Habían pasado muchos años desde que uno de aquellos prepotentes señoritos de la alta burguesía jerezana, casi dueños físicos de los trabajadores a través de un sistema próximo al feudalismo, bautizara como Borrico al protagonista de nuestro relato. Se trataba de Alfonso Domecq y González, quien al escuchar cómo cantaba el sobrino de El Manijero con 19 años dijo: “¡Qué voz más bestia! ¡Qué barbaridad! ¡Qué voz más bruta y más borrica!”. Por aquel entonces, la figura del señorito causaba espanto en la ciudad de Jerez. Sus decisiones, por arbitrarias y despóticas que fuesen, eran acatadas con temor casi reverencial, pues la burguesía y la nobleza terratenientes han hecho siempre, literalmente, lo que han querido con sus empleados, dándoles, por lo común, un trato de indiferencia, cuando no de humillación pura y dura: condiciones laborales infrahumanas, obligación de asistir a los oficios católicos, derecho de pernada, etc. Por eso sorprende y duele que Jerez, hoy, no corte de raíz con esa perniciosa herencia esclavista y establezca, como es debido, una legítima cultura del pueblo.

El Borrico pasó gran parte de su tiempo existencial en la provincia de Cádiz, donde desarrolló casi toda su labor artística junto a nombres como los de Paco Espinosa, El Batato, Luisa La Torrán o la mismísima Lola Flores. Cantaba en ventas y colmaos de Jerez, al principio simultaneando esta incipiente dedicación al cante con la que seguía siendo su mayor fuente de ingresos: el campo. Un hecho importante en la trayectoria de El Borrico fue la actuación en la Venta Casablanca de Sevilla junto a una pareja (sentimental y artística) que dio brillantes momentos de gloria al flamenco: Pastora Pavón La Niña de los Peines y Pepe Pinto. Otro paso de capital interés lo da en 1967, cuando la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera , a instancias de su director Juan de la Plata , lo convence para que participe en un recital acompañado a la guitarra por su sobrino Parrilla. Allí, su soleá por bulería será recordada de tal manera, que al poco de aquel acto participa en la Fiesta de la Bulería –evento anual que cada mes de septiembre se celebra en la Plaza de Toros– donde se le entrega la Copa Jerez. Desde estos momentos ya nada será igual. Todo cambia en adelante hasta el punto de que vendrán grabaciones discográficas que inmortalicen la voz y el eco de El Borrico. Célebre y genial donde los haya, digno de encomio y de las mayores alabanzas, será el disco Canta Jerez, por la reunión de prodigiosos artistas de la tierra jerezana, entre ellos el propio Gregorio, que dejaron huella indeleble en aquellos microsurcos de los viejos discos de vinilo. Su proyección, ahora sí, se abre definitivamente a otras provincias andaluzas, como Granada, donde ilustra una conferencia de Manuel Ríos Ruiz.

La muerte, el epílogo de su existencia, le sobreviene a una edad relativamente temprana, cuando podríamos decir que estaba en el pináculo de su carrera flamenca. Con 73 años fallece, víctima de una trombosis cerebral, uno de los cantaores con más duende que registra la historia, recordado por el estilo, la clase y el sabor con que decía los palos mayores del acervo jondo, tales como la soleá, la siguiriya o el martinete. José Luis Ortiz Nuevo escribe un libro donde recoge las memorias del cantaor. Además, tras el fallecimiento de El Borrico, se le rotula una calle con su nombre y, por supuesto, se le tributa un homenaje en el que participan, entre otros muchos, artistas de prestigio como Tía Anica La Piriñaca y Tía Juana la del Pipa.

En resumen: Gregorio Manuel Fernández Vargas fue un personaje cabal, digno representante de una época bohemia en la que los cantaores, ante todo, renunciaban a considerar el flamenco un simple negocio sujeto a fórmulas comerciales si previamente no encontraban motivos o fundamentos interiores de peso para arrancarse. Recordemos la inolvidable frase de Don Antonio Chacón: “¿Saben los señores escuchar?”. Cumplida esta exigencia, ninguno renunciaba a sus estipendios, lógicamente, pero todos tenían claro que, de antemano, el cante no podía salir de un talonario si antes no lo hacía de las mismas entrañas. Y ahora, ¿qué nos queda? Es la eterna pregunta retórica con la que las generaciones actuales desean vivir parapetadas en la esperanza de un mañana donde la afición al cante no decaiga y los sones más característicos del flamenco de siempre mantengan la pureza con toda intensidad, por encima de modas efímeras y pasajeras, etéreos nubarrones comerciales que descargan un chaparrón millonario sobre unos cuantos. Actitudes que dejan inertes la cultura y la idiosincrasia del arte flamenco. Por fortuna, siempre nos quedarán El Borrico y tantos otros para recordar a la gente con los pies enraizados y la cabeza al viento libre cantando sin aditivos, con el compás firme de los latidos de sus corazones.


Luis Román Galán, le 24/08/2010


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